viernes, 23 de marzo de 2018

Domingo de Ramos




Domingo de Ramos                                                           Fil 2,6-11
                                                                             
Partimos del texto de la carta a los Filipenses, intensamente cristológico y por lo tanto óptimo fondo para la reflexión de la liturgia de hoy.
Al comienzo del versículo 6 Pablo crea una antítesis entre la forma de Dios (morphē theou) y la forma del siervo (morphē doulou). El término “morphē” se usa solo aquí, dos veces, pero sólo en este pasaje.
Habría podido usar la palabra doxa, gloria, y expresar que Él es la gloria de Dios, la manifestación de Dios, pero esto sólo aparecerá al final del himno, cuando Cristo es aclamado litúrgicamente como la gloria de Dios Padre.
Pablo no usa siquiera la palabra eikon, icono, imagen, porque este es un término que dondequiera aparece tiene una acepción estática, nos recuerda algo estable.  Morphè en cambio es una palabra que ya en sí misma anuncia un dinamismo (Cfr. Fil 2,7), en griego indica dinamismo, no es algo estático, sino que cambia. Pablo en 2 Cor 3,18 dice que nosotros seremos transformados –usa la raíz “morphē” y por lo tanto expresa un dinamismo, un paso –en la imagen, o sea en el icono, algo estable, el modo (la forma) de existir de Cristo como Hijo de Dios ya incluye la acogida del ser hombre. En este pasaje hay una dramática “kénosis”, un despojo de la forma de Dios como gloria y un asumir una forma de existir como siervo, pero siempre como Hijo de Dios. Cristo como hombre no vive su condición divina a su favor, como atestiguan muy bien los relatos de las tentaciones en el desierto (Cfr. Lc 4, 1-13) sino que vive su filiación y su divinidad a favor del hombre, a favor de la humanidad que él ha asumido.” Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8,9).  Este pasaje kenótico en el cual Cristo se humilla y el hombre se enriquece lo cumple porque así se lo ha mandado el Padre.  Es totalmente uno con el Padre (Cfr. Jn 10,30), más bien El hará todo de esa manera para que “el mundo sepa que yo amo al Padre y hago lo que el Padre me ha mandado” (Jn 14,31).  Su amor filial lo lleva a ser “obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,8). Renuncia a la condición de Dios según Dios, y vive la condición de Dios según los hombres. Obedecer quiere decir confiar en el otro, el epicentro de la relación está en el otro. Adán creyó al tentador, se convenció que no obedecer quiere decir vivir y se descubrió envenenado por la muerte. Ahora el Hijo de Dios obedece para morir y así poder encontrar a Adán muerto porque sólo de esta manera Adán puede recuperar la vida. Cristo obedece porque está totalmente entregado al Padre y esta relación volverá a dar la vida a Adán que pensaba salvarse así mismo no obedeciendo.  Obedecer para Adán era morir, el miedo a la muerte lo empujaba a salvarse a sí mismo y salvarse a sí mismo significaba no obedecer a Dios sino creer en un propio proyecto de llegar a ser (Cfr. Gen 3,5 –serás, llegarán a ser). El tentador logró convencer a Adán que si vive con Dios, Dios le impedirá “llegar a ser”.  Entonces te tienes que afirmar y exaltar a ti mismo.  En cambio en Cristo vemos que es el Padre que lo exalta (Fil 2,9). No sólo esto, sino el que vive la vida como don de sí en una relación de amor del Hijo no puede ser matado, no puede ser destruido. “Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla». (Jn 10,18).
No es Cristo que se exalta, Pablo es muy preciso en el uso de los términos, el Hijo “se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte” (Fil 2,8). Por esto entonces la humillación es obra del Hijo mientras que la exaltación es obra del Padre (Cfr. 2,9). Por esto la humillación es la forma activa del Hijo, la exaltación es pasiva.
Cuando un hombre se exalta a sí mismo realiza un suicidio espiritual, pierde la vida que quiere afirmar (Cfr. Jn 12,25). Nosotros estamos llamados a vivir nuestra vida como don en el Hijo, como kénosis, y el epílogo de la kénosis es la acción del Padre que resucita.
En la Pasión de Cristo es interesante observar como el miedo por uno mismo juega un rol determinante. Los poderosos, ya sea en lo civil o en lo religioso, quieren matar a Cristo, pero tienen miedo del pueblo (cfr. Jn 9,22; Mc 12,12; Lc 20,19), también Pilatos (Cfr. Jn 19,18) tiene miedo, pero el miedo por uno mismo es justamente la primera consecuencia del pecado (Cfr. Gen 3,10).  El paso de la esclavitud a la libertad tiene que ver exactamente con el miedo, se es esclavo hasta que se tiene miedo.  Moisés cuando estaba delante del Mar Rojo con su pueblo y el ejército del faraón a sus espaldas y oyendo al pueblo gritar de miedo tenía como primera cosa que hacer el tranquilizar al pueblo: “No tengáis miedo!” Sed fuertes y veréis la salvación que el Señor hoy obrará para ustedes, porque los egipcios que hoy veis no los veréis nunca más!” (Ex 14,13). Durante 40 años tendrán que caminar en el desierto.
Por este motivo la espera del Mesías ha hecho surgir imaginaciones sobre las coordenadas de este mundo que puedan volver a hacer seguro el yo, que puedan reforzarlo de manera tal que aleje los miedos y poder sentirse seguros. Como bien sabemos y de muchas fuentes, esta espera se concentraba alrededor de la restauración del reino de David como una fuerte afirmación del pueblo de la alianza. También los discípulos, al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, todavía no han comprendido la novedad del Reino que Cristo realiza, ni el modo (Cfr. Hech 1,6).  Este malentendido se hace explícito cuando se escucha en el Evangelio de Marcos “Bendito el que viene en nombre del Señor!” “Bendito el Reino que viene de nuestro padre David”. Una de las palabras peor entendidas es el Reino y el Rey. “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18,36).  Cristo entraba en Jerusalén cabalgando un asno: “¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna” (Zc 9,9).
Este es el alcance fuerte y permanente de la vida espiritual de todo bautizado, entender al Mesías y la venida de su Reino según el Padre, o sea en la filiación, no de acuerdo a las expectativas síquicas de revancha según el mundo.
P. Marko Ivan Rupnik
 

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